En los últimos diez años, la universidad latinoamericana ha sido protagonista de una situación convulsa. Además de las crisis económicas, la región ha dado un giro radical en algunos regímenes democráticos, sustituidos por gobiernos de derecha que están ahondando la ya difícil situación de millones de personas, en especial los jóvenes y los adultos jóvenes.
A pesar de las condiciones de pobreza en la región –con más de 200 millones de personas, el 25 % en condición de pobreza extrema–, en la última década se logró un importante incremento de las tasas brutas de escolarización en educación superior: 22 millones de estudiantes, atendidos por 4.200 universidades e instituciones de educación superior (48,2 % de ellos en el sector privado), lo que se traduce en una cobertura de entre un 25 y un 40 %, frente a una media de 70 % en los países de mayor desarrollo.
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Comparando, el avance en los conocimientos es desigual, pues está concentrado en pocos países y es escasamente dinámico, debido en especial a tres factores: la baja inversión en educación superior (entre 0,5 y 1 %); la concentración de estudios de doctorado en tres países: Brasil, Argentina y México, y la fuga de cerebros: mientras más de 122.806 estudiantes latinoamericanos de posgrado están en universidades de Estados Unidos o Europa, la región solo registra 33.546.
Con respecto al renglón de “investigación y desarrollo”, el 60,8 % es generado por el Estado, y además se ubica en un puñado de universidades y de investigadores, la mayoría concentrada también en los tres países señalados: 138.653 en Brasil, 51.685 en Argentina, y 43.592 en México.
Según un estudio publicado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) en 2015, esto repercute de forma negativa en las posibilidades de ascenso social, de movilidad laboral y de relación de la ubicación en el trabajo de los egresados de la educación media, media superior y superior, debido a las disparidades socioeconómicas que se reproducen en el sistema educativo.
A este escenario poco optimista se ha unido ahora la pandemia del COVID-19, que supera los 3 millones de casos en el mundo –más de 180.000 en América Latina–, lo que ha obligado a los Estados a tomar medidas drásticas, como cerrar los emblemáticos campus universitarios y adentrarse en una dinámica de clases a distancia.
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Según el reciente informe “COVID-19 y educación superior: de los efectos inmediatos al día después. Análisis de impactos, respuestas políticas y recomendaciones”, del Instituto Internacional para la Educación Superior en América Latina y el Caribe (IESALC), de la Unesco, el cierre temporal afecta a unos 23,4 millones de estudiantes de educación superior y a 1,4 millones de docentes, lo cual representa más del 98 % de la población de estudiantes y profesores de educación superior de la región.
También alerta respecto a aquellos que no cuentan con las condiciones de calidad y continuidad en sus estudios, y que pueden ser un sector que vea frustradas sus aspiraciones de escolaridad y deserten o entren en una situación de rezago, dado que los estudios a distancia requieren de una alta tasa de conectividad de calidad; además, el uso generalizado de teléfonos móviles todavía es limitado.
Todo esto afecta especialmente a las poblaciones más pobres, rurales, indígenas o de existencia en precariedad urbana o semiurbana.
En el documento se indica además que el acceso de los estudiantes a las tecnologías y plataformas requeridas para la educación a distancia (76 %) y la propia capacidad real de las instituciones, en términos tecnológicos y pedagógicos, de ofrecer educación on-line de calidad (75 %), deja por fuera a un 25 % de estudiantes e instituciones.
Para el IESALC, el panorama que dejará la crisis sanitaria y educativa incidirá de manera profunda en las instituciones de educación superior, dado que implicará prepararse para a un regreso a clases en una crisis económica, de recesión y con recortes en la inversión pública, al mismo tiempo que se requerirá preparar iniciativas inclusivas, de igualdad educativas y de no discriminación.
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Teniendo en cuenta lo anterior, lo que ahora debería estar en la perspectiva de los actores principales de las universidades es:
En definitiva, una transformación educativa radical, aún en tiempos de pandemia, va más allá de la definición de políticas que garanticen la accesibilidad y la gratuidad desde un combate frontal a la desigualdad.
Este es un momento ideal para que los actuales Gobiernos diseñen políticas progresivas, que hagan posible realizar rupturas e innovaciones en los tradicionales modelos de enseñanza, en el currículo, en la investigación y la docencia, con plataformas múltiples de aprendizaje social, con la articulación de novedosas estructuras de gestión de conocimientos y saberes interculturales de gran vigencia.
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