
| LA MACARENA: EL PULSO POR LA TIERRA
Disputa por la tierra, la mecha que enciende el conflicto en La Macarena
Reforma Rural Agraria Acuerdo Final de Paz Zonas de reserva campesina Colonización Baldíos Creado por Darío Fajardo Montaña, docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Externado de Colombia
La región comprendida entre los municipios aledaños a la Sierra de La Macarena (Meta) y San Vicente del Caguán (Caquetá), Calamar y Miraflores (Guaviare), está siendo afectada por la acción de la Fiscalía y las fuerzas armadas contra los pobladores, mediante la destrucción de viviendas y el decomiso de cientos de cabezas de ganado, en una nueva fase del conflicto armado que afronta el país desde hace más de setenta años. De igual manera, a los campesinos se les responsabiliza por los incendios forestales que han arrasado extensas superficies durante los primeros meses del año.
El argumento de las autoridades es que están defendiendo estos espacios –por su calidad de “áreas protegidas”– ante la acción depredadora de los colonos. Los episodios se han desarrollado, de manera coincidente, con la implementación del Acuerdo Final de Paz, en una extensa región vinculada a connotados escenarios del conflicto armado.
La historia reciente de la región nació entre el Alto Magdalena, al sur y el oriente del Tolima, la vertiente oriental de la cordillera Central, la occidental de la cordillera Oriental, con su epicentro en el Sumapaz, a pocos kilómetros de Bogotá, con proyección hacia el Piedemonte llanero.
También ha estado ligada a la formación de haciendas, a la apropiación de tierras con miras en la extracción de rentas a los campesinos y a la sujeción de jornaleros empobrecidos, un camino que luego habría de fundirse con el de la definición de “áreas protegidas” con fines ambientales, dos historias que cerrarían el cerco sobre las tierras a las que ya no podrían acceder legalmente quienes quedaron por fuera del reparto agrario.
Acaparamiento de tierras
La distribución de la propiedad agraria dio sus primeros pasos en la sociedad colonial y se afianzó en el primer siglo republicano, durante el cual la política de tierras benefició sin excepciones a grandes propietarios, pero el ingreso de importantes inversiones externas a Colombia en las explotaciones petroleras y agroexportadoras desató una etapa de “hambre” de tierras, conducente a extendidos conflictos entre hacendados y campesinos en torno a las tierras de la nación.
En la legislación agraria se produjo entonces un quiebre que le abrió espacio a los campesinos organizados dentro de las colonias agrícolas, figura establecida en los decretos 839 y 1110 de 1928, con notables desarrollos en los años siguientes. A finales de los cuarenta se desató una guerra de la que todavía se sufren sus embates y que tuvo entre sus víctimas a estas comunidades campesinas.
La guerra y los éxodos consecuentes llevaron a los sobrevivientes a trasmontar la cordillera y dirigirse por las cuencas de los ríos Duda, Ariari, Guayabero y Pato, en donde fundaron nuevos asentamientos: Lejanías, Medellín del Ariari y El Castillo, extendiendo estas colonizaciones que huían de la violencia hacia las fronteras de la Amazonia. Se expresaba así el ciclo “colonización-conflicto-migración-colonización”, a través del cual se ha ampliado la frontera agrícola del país en una espiral desplegada en el espacio nacional, construida a costa de los sufrimientos y del trabajo de las familias campesinas, en beneficio de los grandes acaparadores de tierras.
La colonización, ¿alternativa a la reforma agraria?
A finales de los años cincuenta, distintos sectores advirtieron la dimensión de los efectos de la guerra y visualizaron la necesidad de adelantar una reforma agraria. Por su parte, el Gobierno estadounidense veía con preocupación cómo lo ocurrido en Cuba con su revolución contaba con antecedentes en América Latina: Bolivia en 1951 y Guatemala en 1954, por lo que, movido por el temor, adelantó dentro del marco de la Alianza para el Progreso la promoción de las reformas agrarias en la región. Colombia fue la vitrina de la iniciativa y una hija de esta coyuntura fue la Ley 135 de 1961, de Reforma Social Agraria.
A pesar de este padrinazgo y de los limitados alcances de su aplicación, las élites colombianas no aceptarían la reforma de la propiedad de la tierra, una posición profundamente arraigada y sostenida hasta el presente. Sus críticos han señalado cómo la defensa a ultranza del régimen agrario ha sido una salvaguarda del estatu quo del régimen de acumulación vigente, alimentado por una cultura política que niega la posibilidad de una concepción incluyente de la sociedad.
Esta posición se expresó en el Pacto de Chicoral de 1972, a partir del cual el Estado le cerró el camino al reparto agrario, con el complemento tanto de las leyes 4ª de 1973 (sobre renta presuntiva) y 6ª de 1975 (aparcería) como de con un conjunto de modificaciones a las leyes 200 de 1936, 135 de 1961 y 1ª de 1968. La reforma agraria se hizo inaplicable, impidiendo la afectación de los grandes predios subutilizados y regularizando los contratos de aparcería para blindar aún más a las grandes explotaciones frente a eventuales demandas de los campesinos contra grandes propietarios.
A partir de tales cambios, el Gobierno encaminó el reclamo de tierras hacia las colonizaciones de las fronteras, por medio de los proyectos del Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora) en Arauca (Sarare), Caquetá, Casanare, Meta (Ariari-Guéjar), Bajo Putumayo, costa del Pacífico y Magdalena Medio.
Pero no solo se trazó la línea defensiva del latifundio: una vez desalojados los campesinos, parte de las tierras hacia donde se dirigieron fueron declaradas como “áreas de protección ambiental”.
Siguiendo una política de protección del patrimonio natural, se crearon los Parques Naturales Nacionales de La Macarena (1971), Cordillera de los Picachos (1977) y Tinigua (1989); los campesinos fueron expulsados de las tierras que habían conquistado, en las que pretendieron recuperar sus vidas, economías y organizaciones y que fueron declaradas como “áreas protegidas”.
Con la combinación de la política de tierras y la de áreas protegidas se ha construido un ordenamiento del territorio en el cual se asignan espacios para la producción agropecuaria, la minería, la protección del agua, la biodiversidad y otros componentes del patrimonio ambiental, pero se excluye a los pequeños productores campesinos.
Esta es una tendencia apreciable desde la Muestra Agropecuaria de 1954 hasta el pasado Censo Agropecuario (2014); bajo esta política de tierras, la frontera agraria pasó de 27 a 60 millones de hectáreas, manteniendo en su interior las mismas proporciones de la tenencia y el uso de la tierra con predominio de la gran propiedad con extendidas superficies en pastos para una ganadería atrasada.
Según el III Censo Nacional Agropecuario, 1.658.450 fincas de menos de 10 hectáreas, el 81 % de las explotaciones, controlan 3,4 millones de hectáreas, el 5 % del área censada; al tiempo, 2.362 explotaciones con más de 2.000 hectáreas –el 0,1 % de las explotaciones– cubren 40,6 millones de hectáreas, el 60 % del área total.
Se configura así un modelo de ocupación del espacio rural-agrario que continúa expandiéndose con grandes extensiones subutilizadas, acumuladas mediante la violencia como resultado de decisiones que expresan la voluntad de las élites de impedir que esos campesinos arraiguen en tierras propias, de sumirlos en el pago de rentas, como lo regula la aparcería, o de orientarlos hacia su conversión en jornaleros. Definidos este modelo agrario y el conflicto asociado con él, la guerra le siguió abriendo paso al nacimiento de la insurgencia en medio de los surcos campesinos.
Truncado surgimiento de zonas de reserva campesina
A mediados de los años sesenta Estados Unidos había lanzado una guerra contra Vietnam, en desarrollo de su estrategia de contención contra China y de control del Pacífico. Sectores de la sociedad estadounidense la rechazaron, lo que desencadenó un potente movimiento pacifista. Severamente reprimido mediante la persecución judicial, policial y el asesinato de los dirigentes del movimiento, sufrió también la diseminación encubierta del consumo de psicotrópicos sintéticos y naturales como herramientas de distracción.
Colombia resultó convertida en fuente de suministro de las drogas, los campesinos colombianos, arrinconados en las fronteras de la colonización y sin los apoyos efectivos del Estado, pronto fueron contactados por los agentes del narcotráfico. Los bajos precios de las tierras y de la mano de obra harían altamente competitiva y rentable la oferta colombiana, la cual en pocos años llegó a niveles de sobreproducción, generando nuevas crisis y tensiones en las regiones productoras, ya asociadas con los desarrollos del conflicto armado iniciado décadas atrás.
A comienzos de los años ochenta el gobierno de Belisario Betancur inició conversaciones de paz con la guerrilla de las farc. Como parte de ellas se acordó el establecimiento de un proyecto de desarrollo socioeconómico en el medio Caguán (Caquetá), zona ya comprendida en el decreto 1110 de 1928 y cuyos lineamientos organizativos no distaban de los que tuvieron las colonias agrícolas de finales de los años veinte impulsadas por los campesinos del Sumapaz.
Sin embargo, el proceso fue interrumpido y la guerra continuó su marcha hasta la llegada de una nueva etapa de conversaciones, a finales de la década del noventa. Las experiencias construidas alrededor de las colonias, reeditadas bajo la violencia en el sur del Tolima y estimuladas por la iniciativa del Caguán, volvieron a renacer, ahora bajo la figura de las Zonas de Reserva Campesina contenidas en la nueva Ley de Reforma Agraria, la 160 de 1994.

Dichas zonas florecieron en las vegas de El Pato (Caquetá), en Calamar (Guaviare), en el Magdalena Medio y en Cabrera (Cundinamarca), pero tuvieron un severo castigo: en el Guaviare, en donde se proponía establecer la primera de ellas, con su punto de apoyo en Mapiripán (Meta), paramilitares protegidos por el Ejército realizaron varias masacres que produjeron el éxodo de decenas de familias. Sus tierras, abiertas años atrás como parte de las colonizaciones impulsadas por el Incora y tituladas dentro de la Ley 160 de 1994, fueron usurpadas por testaferros de narcotraficantes para luego revenderlas a empresas multinacionales gestoras de los proyectos de producción de agrocombustibles.
Durante el segundo gobierno de Juan Manuel Santos, de nuevo se buscó llegar a un acuerdo de paz, y en él las reservas campesinas encontraron lugar en el punto agrario. No obstante, las dificultades de esta nueva etapa se manifestaron aún antes de lograrlo, cuando, a principios de 2013, el presidente lanzó su amenaza contra las colonizaciones campesinas que extendían su influencia en el Meta y Caquetá, y anunció la “recuperación” de más de 200.000 hectáreas de colonización con el argumento de que eran “tierras de las farc”. Con esto trazó las líneas de lo que sería la continuación de la guerra contra los campesinos: era la antesala de la Operación Artemisa, con la cual se definió el nuevo escenario de esta guerra sin fin.
La Operación Artemisa es la punta de lanza contra los campesinos, encaminada a construir el escenario de los proyectos de producción de biocombustibles, de prospecciones petroleras y reservas de otros minerales.
Las amenazas apuntaban a “recuperar” las tierras abiertas por los colonos luego de los éxodos iniciados en las laderas del Sumapaz. Lo que desde el Gobierno se identificó como blanco sería parte de las tierras de las Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social (Zidres), previstas en la Ley 1776 de 2016, impulsada por quienes negociaban el acuerdo de paz; era la captura de los baldíos soñados por los desterrados. Con esta orientación, los incendios en los contornos de La Macarena y del Parque de Chiribiquete han ido de la mano de las expulsiones de los colonos asentados en estas tierras. La Operación Artemisa es la punta de lanza contra los campesinos, encaminada a construir el escenario de los proyectos de producción de biocombustibles, de prospecciones petroleras y reservas de otros minerales.
El costo de una obsesión
Este relato enmarca la incidencia que una visión de la sociedad y de las relaciones sociales ha tenido en gran parte de las dificultades de la aplicación del Acuerdo Final de Paz, en particular en lo tocante al acceso a la tierra y a la sustitución de los cultivos proscritos.
Ha hecho evidente cómo dos líneas de política, las de tierras y las ambientales dirigidas hacia las áreas protegidas, están permeadas por la intención de los sectores terratenientes de impedir el acceso de los campesinos a la tierra, una visión dominante en quienes diseñan y dirigen estas políticas, las cuales solo han contribuido a agravar los severos problemas de la pobreza rural, la exclusión de gran parte de las poblaciones del campo al acceso a la tierra y a condiciones básicas de bienestar, además de los profundos deterioros del patrimonio ambiental del país.
El camino para una combinación adecuada y eficaz de producción y conservación va más allá de una reforma agraria y rural de carácter estructural, que permita establecer la mejor defensa de las “áreas protegidas”.
Esta visión les ha impedido a los decisores de las políticas comprender que el camino para una combinación adecuada y eficaz de producción y conservación va más allá de una reforma agraria y rural de carácter estructural, que permita establecer la mejor defensa de las “áreas protegidas”, la cual no se logra persiguiendo y expulsando campesinos; ellas se conservarían asegurándoles tierras aptas, cercanas a los mercados, dotadas de vías y servicios.
El desenvolvimiento de la sociedad colombiana resultó entrecruzado con la economía internacional del narcotráfico, gracias precisamente a la decisión de las élites de no hacer esa reforma agraria, y en su lugar empujar a las colonizaciones hacia los bordes de la frontera sin el apoyo del Estado. Una historia reciente que amenaza repetirse en “la última frontera”, en la posibilidad final de asegurar tierras para los campesinos. Son los costos que pagamos por la obsesión del despojo.
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Biodiversidad que necesita ser reconocida
Biodiversidad Inventario biológico Colombia Diversidad biótica Creado por J. Orlando Rangel-Ch., profesor titular, Instituto de Ciencias Naturales Universidad Nacional de Colombia

Recientes incendios forestales y alteraciones en el orden público en localidades con influencia en la sierra de La Macarena nos recuerdan que, por sus condiciones biológicas y socioeconómicas, este macizo montañoso es referente importante en el devenir de nuestra nación.
La documentación de aspectos de su singularidad biofísica es muy reciente, como su origen geológico, que se ha asociado con la región guayanesa, con la Amazonia o con la Orinoquia, desestimando el origen andino argumentado tempranamente por el ecólogo italiano Otto Huber, estudioso de los biomas no forestados de la Guyana venezolana.
En 2014, Alexis Jaramillo, geólogo y docente de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL), describió de manera concluyente el proceso involucrado en el desprendimiento del bloque rocoso de la cordillera Oriental en la falla Algeciras-La Uribe, y su posterior alojamiento en las planicies llaneras, proceso que afectó los cursos de los ríos y el sistema de drenaje. En las planicies, los pastizales, formaciones vegetales típicas de la Orinoquia, empezaron a extenderse mientras que en cercanías de ríos y cauces prosperaron los bosques de origen amazónico que todavía persisten.
De igual manera, las investigaciones paleoecológicas de la geóloga Karina Hoorn, del Instituto para la Biodiversidad y los Sistemas Dinámicos de la Universidad de Ámsterdam (Países Bajos), permiten reconocer un punto de inflexión –entre 6,5 y 7 millones de años antes del presente– para el abrupto cambio en la conformación del territorio del oriente y su patrón biofísico.
El bloque fracturado presenta volcamiento de las capas profundas que afloran en tramos de la sierra, en especial en el sur, fenómeno que también ha sido documentado en el pico del nevado del Sumapaz, coronado por una capa de corales de la era Terciaria, del género Tachetes, prueba fehaciente de lo que fueron las condiciones marinas antes de la emergencia de la cordillera Oriental. Debido a este fenómeno geológico (volcamiento) y a los tipos de vegetación que se comparten –como los rosetales de Vellozia tubiflora y los matorrales con especies de Clusia y de Bonnetia–, se han asociado tramos de la serranía con las formaciones de roca dura de los macizos guayaneses.
Selvas, palmares y bosques
La altura máxima, el Pico Rengifo, se ubica entre los 1.250 y 1.300 m. La precipitación varía desde el norte, Peñas Blancas (3.614 mm anuales) o San Juan de Arama (2.992 mm), hasta La Balsora (2.685 mm), con una condición excepcional en la Estación Climatológica Raudal Uno, con 671 mm, es decir una situación extremadamente seca.
La región presenta dos épocas lluviosas y dos secas, régimen de distribución de lluvias similar al de los Andes, pero en el municipio de La Macarena y sus alrededores se presenta una época lluviosa de seis o siete meses y otra seca, el típico régimen llanero.
En el norte y en el centro crecen selvas y palmares mixtos con palma zancona (Socratea exorrhiza), cuangariales (especies de Virola o cuangares), bosques mixtos con pacó (Cespedesia spathulata) y palmito (Euterpe precatoria). Hacia el sur, la vegetación se parece física y florísticamente a la de la región guayanesa.
Hay 2.400 especies de plantas con flores, riqueza que se concentra en las familias Fabaceae o leguminosas (228), Rubiaceae o del café (143), Poaceae o pastos (128) y Melastomataceae o nigüitos (121).
La afinidad entre las floras de La Macarena (2.400 especies) y las subregiones de la Amazonia (8.046 especies) es baja; la mayor semejanza se da con los planos amazónicos, con los cuales se comparten apenas unas 204 especies. Con las subregiones de la Orinoquia, especialmente con el piedemonte, se comparten 431 especies. Las que solo se encuentran en el macizo son 934 (20,5 % de la Orinoquia), propiedades que permiten consolidar el carácter geográfico orinoquense de la serranía.
Falta incrementar inventarios biológicos detallados
¿Cuál es la relación entre los incendios y la pérdida de biodiversidad, especialmente de la cobertura vegetal, en el escenario actual? Hoy es prácticamente imposible estimar con precisión cómo se presentaron los incendios de enero y febrero pasado que han afectado la región, ya que no existe una cartografía actualizada. A comienzos del presente año se publicaron varias reseñas periodísticas sobre incendios en los límites con el parque Tinigua (al norte) y otras áreas probablemente al sur, pero no hay precisión geográfica.
En 1989, las aproximaciones históricas elaboradas por el profesor Henry González, del Departamento de Geografía de la unal, mostraron que de una superficie total para la serranía de 1.021.000 hectáreas se habían perdido 73.359 hectáreas, en especial en el sector norte, drenado por los ríos Güejar y Ariari.
En ese sentido, desde la UNAL se quiso suplir la ausencia de un mapa de vegetación, mediante un ejercicio cartográfico que realizó el estudiante de doctorado Larry Niño Arias. Con base en el mosaico de imágenes Landsat de 2016 y un modelo de elevación digital se construyó un mapa que incluye las áreas con vegetación cerrada (bosques y selvas) de color café (norte y centro), los pastizales naturales y transformados al norte, de color verde claro; la vegetación abierta (guayanesa) al sur, de color verde intenso. Las zonas más transformadas (deforestadas) son las planas, mientras las de relieve irregular conservan los bosques. En el casco urbano del municipio de La Macarena confluyen dos frentes de deforestación: desde el Caguán por tierra y desde San José del Guaviare por el río Guayabero (ver mapa).
Las quemas y su frecuencia inciden en la transformación de las condiciones originales y posibilitan la extensión de las fronteras de explotación agropecuaria, pero es indudable que, al no disponer de herramientas cartográficas adecuadas, se sigue cayendo en el campo de la especulación.
Es urgente que la nación se apropie del significado biofísico del macizo; recientemente se publicaron dos volúmenes de la serie Colombia diversidad biótica* que incluyen inventarios detallados sobre las serranías de Perijá (altitud entre 200 y 3.650 m, en el Caribe) y Manacacías (entre 100 y 350 m, en la Orinoquia). Al comparar los patrones de biodiversidad resalta la condición excepcional de La Macarena, aunque por encima de los 600 m de altitud no se cuenta con inventarios biológicos detallados.
La riqueza de las plantas con flores en relación con su superficie posiciona a La Macarena como el lugar de mayor expresión de la riqueza y diversidad vegetal del país, rebasando las estimaciones que se conocen sobre otros lugares como el Chocó biogeográfico o el páramo de Colombia, o macizos con inventarios parecidos como el del Parque Natural Nacional Los Nevados (cordillera Central), el del Sumapaz (c. Oriental), el Macizo Central del Puracé y el del Tatamá (c. Occidental).
Si se quiere conservar y preservar La Macarena, joya de la biodiversidad colombiana, es imperativo culminar los inventarios básicos de la biodiversidad por encima de los 600 m, elaborar cartografía temática que resuelva los vacíos e imprecisiones, promover un uso sostenible de
los renglones de biodiversidad, evaluar logros e impedimentos en las tareas de conservación y promover el turismo amigable y conservacionista.
*Las publicaciones se puede consultar en: www.colombiadiversidadbiotica.com
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Fragilidad ambiental en la confluencia Andes, Amazonia y Orinoquia
Área de Manejo Especial de La Macarena Actividad Extractiva Licencias ambientales Deforestación Creado por Jenny Paola Santander Durán*, magíster en Medio Ambiente y Desarrollo / Nicolás Alexander Pérez Forero, estudiante, Maestría en Medio Ambiente y Desarrollo - Universidad Nacional de Colombia (UNAL)

Más que el ideal de contacto con un edén o un paraíso, en la Amazonia colombiana se ha impulsado un proceso civilizatorio fundamentado en el dominio de la naturaleza. Su apropiación ha pasado por periodos de bonanza; declaración como región desierta e improductiva con población no civilizada; delimitación de fronteras y escenarios de guerra; genocidio cultural de comunidades indígenas,
o establecimiento de proyectos de interés nacional.
La configuración de este espacio ilustra la conversión del Dorado Amazónico en un “infierno verde”, en palabras de Germán Palacio en su libro Civilizando la tierra caliente, suerte de la que el AMEM no escapa.
Después de las expediciones realizadas por científicos estadounidenses durante las primeras décadas del siglo XX, en 1948 la Sierra de La Macarena fue categorizada como Reserva Nacional, sin definir sus límites; esto en plena colonización dirigida, y bonanza maderera. Pasaron dos décadas para que las delimitaciones fueran establecidas en 1965, después del impulso del modelo ganadero y las migraciones campesinas desde los Andes por la violencia.
Tras otras dos décadas de paros campesinos, alertas por la degradación ambiental en la Amazonia, bonanzas cocaleras y un intento de proceso de paz, en 1989 se declaró el AMEM, en la cual se dan formas organizativas que podían proteger la región de la creciente degradación ambiental. El área está integrada por los Parques Nacionales Naturales Sierra de La Macarena, Tinigua, Picachos y Sumapaz (Meta), y los Distritos de Manejo Integrado La Macarena y Ariari - Guayabero.
Importancia ecológica
En el amem confluyen ecosistemas andinos, orinoquenses y amazónicos, hábitat de al menos 5.300 especies de fauna y flora, corredor de vientos húmedos hacia la Región Andina y el Atlántico. Después de la transformación del Piedemonte amazónico colombiano, por esta región pasa el último corredor biológico con mayor área de bosque que conecta los Andes con la Amazonia. Además forma parte del Camino de las Anacondas, un espacio transnacional proyectado como uno de los mosaicos ecológicos y culturales más grandes del mundo. De igual manera, comprende ecosistemas de agua dulce y de tierra firme que le confieren su particular belleza, entre enormes y veloces raudales, pozos y caídas de agua; sus serranías constituyen centros de endemismo y de huellas de los pueblos indígenas del siglo XVI.
Los riesgos
Del amem no solo forman parte las dinámicas ecológicas y culturales que encierra, sino que sus fronteras son fundamentales en los procesos de deforestación y degradación. Resalta la función ecológica y social de la propiedad de los Resguardos Indígenas y las Zonas de Reserva Campesina, cuya contigüidad espacial ha logrado disminuir estos fenómenos, indagando por las soluciones planteadas a la conservación sin gente y a los procesos que se encuentran detrás de sus motores: acaparamiento de tierras, despojo, criterios de adjudicación de tierras, informalidad en la tenencia, actividad extractiva, legislación agraria y narcotráfico.
Un ejemplo de dicha situación es el avance de la actividad petrolera, que entre 2008 y 2015 sumó 10 licencias ambientales, según la Agencia Nacional de Licencias Ambientales (ANLA), y la concentración de predios por cultivos de palma africana entre 2008 y 2011, reportada por el Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas (Sinchi) y la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Norte y el Oriente Amazónico (CDA). La proyección vial también facilitaría la apertura del bosque; cifras significativas en municipios del sur del Meta expresan algunos de estos impulsores (figura 1).

Las áreas protegidas en la frontera del capitalismo contemporáneo
Para evitar que su territorio sea cedido con fines distintos a la conservación, las áreas protegidas han tenido múltiples desafíos. Su transformación ha evidenciado su fragilidad frente a la expansión del desarrollo capitalista en varias facetas: ganadería extensiva, agroindustria, industria energética y megaminería, como han señalado los investigadores Dolors Armenteras, Nelly Rodríguez y Javier Retana, de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL), en su estudio sobre estrategias para evitar la deforestación en el Escudo Guayanés.
En particular, el Parque Nacional Natural Tinigua sufre una reciente amenaza a sus valores objeto de conservación por la acelerada deforestación, cuya continua ocupación incrementa la posibilidad de que su área efectiva se reduzca. Ello es evidente en el recuento histórico del cambio de cobertura natural para los últimos 20 años, en los cuales la selva se ha reducido en un poco más del 30 % (figura 2).

Sobre los retos de la paz territorial, el doctor en Historia Ricardo Sánchez Ángel, docente de la UNAL, señala que “no es exagerado pensar en esto bajo el marco de un capitalismo que busca relanzar la acumulación con fuentes nuevas y tradicionales, tierra o minerales”. Un precedente de esto lo ha marcado la licencia ambiental para exploración de hidrocarburos renovada a Hupecol en el área de influencia de Caño Cristales, o la moratoria petrolera en el Parque Nacional Yasuní, en Ecuador, que tampoco tuvo éxito.
Avifauna, valor ecológico excepcional
La riqueza biótica del amem se expresa en su variedad de aves, que según un estudio publicado por el Instituto Humboldt en 2018 abarca un acervo de diversidad genética por encima de la media nacional. Su contemplación se podría convertir en un atractivo turístico importante para el sustento económico de algunos pobladores que hallen en su avistamiento una actividad viable de soporte.
Allí se encuentra el hoatzín, o pava hedionda (Opisthocomus hoazin), ave emblemática de la región cuyo colorido plumaje y abundancia la hacen fácil de avistar en las orillas de los ríos y lagunas. Es la única ave conocida con digestión tipo rumiante, que, además de rara, representa muchas especies posibles de contemplar en el AMEM, cuyo hábitat se ve cada vez más reducido. El primer paso para conservar estos valores ecológicos es reconocerlos como únicos e inconmensurables.
En síntesis, reducir la fragilidad ambiental del AMEM va más allá de replantear los símbolos construidos sobre el desarrollo, la naturaleza e incluso la paz, todos fundamentados en el dominio, el control y la exclusión.
Como escribió Augusto Ángel Maya, uno de los pensadores ambientales latinoamericanos más importantes: en el ser humano no es innata su inclinación a la destrucción y la muerte, sino que él mismo se ha excluido del paraíso ecosistémico por sus procesos ideológicos. ¿En qué creemos los colombianos cuando pensamos en progresar y proteger al mismo tiempo nuestros ecosistemas?
*Artículo derivado del capítulo “Deforestación del corredor Andes - Amazonia. Estudio de caso: Marginal de La Selva”, de Juan Manuel Rengifo Arana y Jenny Paola Santander Durán, incluido en el libro Escenarios ambientales del posacuerdo en Colombia (en proceso de publicación) y de la tesis de maestría “Degradación de la tierra en área protegida. Parques Nacionales Naturales Tinigua – Sierra de La Macarena”, de Nicolás Alexander Pérez Forero.
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Organizaciones sociales han suplido vacío del Estado
Territorio Organizaciones Campesinas Economías Campesinas Desplazamiento forzado Creado por Henry Salgado Ruiz, (Ph. D.), profesor, Departamento de Sociología, Facultad de Ciencias Sociales, Pontificia Universidad Javeriana

El sur del Meta, el Guaviare, el Caquetá y el Putumayo fueron áreas receptoras de grandes contingentes de campesinos expulsados de sus territorios por los procesos de reestructuración agraria y despojo que tuvieron lugar en Colombia desde los años cuarenta, no solo por factores económicos ligados a la dinámica de expansión y acumulación del capital agrario, sino también por el Estado, a través de la Fuerza Pública, y por los grupos armados ilegales.
En este territorio confluyeron dos tipos de colonización campesina: la colonización forzada, originada en la expulsión violenta de los campesinos por parte de los terratenientes y sus grupos armados ilegales (conocidos como pájaros o chulavitas), y la colonización armada, surgida de un proceso de autodefensa campesina para proteger sus vidas y sus territorios. Así, el campesinado fue expropiado de su territorio, despojado de sus derechos ciudadanos y excluido de la comunidad política. La sociedad los vio con recelo y desconfianza y las instituciones estatales los estigmatizaron al considerarlos “criminales”, “bandoleros” y “guerrilleros”.
Con la expulsión, los referentes simbólicos que ligaban a los campesinos a la nación se desmoronaron y sus derechos como ciudadanos quedaron suspendidos. Desde ese momento fueron conscientes de que aunque estaban dentro de las fronteras territoriales de esa “comunidad imaginada” –conceptualizada por el politólogo irlandés Benendict Anderson–, no pertenecían ni se identificaban con ella.
La mayoría de las familias campesinas que emigraron hacia la selva se encontraron con territorios y ecosistemas desconocidos. Frente al imperativo de la subsistencia, poco importaron las causas del desplazamiento masivo; tanto quienes llegaron con las “columnas de marcha” (grandes desplazamientos forzados de población campesina, acompañados de destacamentos armados –guerrillas rodadas– que cumplían la misión de repeler los ataques armados gubernamentales) como aquellos que huían de la pobreza y del terror oficial, tuvieron que reiniciar sus vidas.
En este proceso de reasentamiento, las organizaciones campesinas –tanto el Sindicato de Pequeños Agricultores del Alto Ariari, como el Movimiento Agrario de El Pato y El Guayabero– jugaron un rol determinante en la conducción de la colonización hacia el sur del Meta, el Guaviare y el Caquetá, respectivamente.
Las organizaciones campesinas han implementado estrategias político-organizativas que les han permitido consolidarse internamente y lograr que sus convocatorias a las asambleas y acciones colectivas sean acogidas por las comunidades.
Dichas organizaciones indicaban la ruta a seguir y el lugar donde los campesinos se podían establecer. Les mostraban el espacio donde podían construir su casa –que inicialmente no fue más que un cambuche– y su predio, es decir, el sitio donde podían fundar. Después de escoger el punto asignaban nombres, con lo que iniciaron la apropiación del espacio y la conversión de este en su territorio.
En este proceso de construcción territorial, de nuevas relaciones sociales e identitarias, de resignificación de estigmas y de establecimiento de lealtades y solidaridades, se gestaron los primeros poblados y veredas, que crecieron gracias a los procesos de intercambio de afectos, bienes y fuerza de trabajo. Es importante resaltar que muchos de los que llegaron ya contaban con una experiencia organizativa política y de lucha por la tierra. Al respecto, Alfredo Molano anotaba en su libro Selva adentro: una historia oral de la colonización del Guaviare:
Para analizar la lucha de los colonos de estas regiones […] hay que tener en cuenta tres hechos: de una parte, existía un principio de gran versatilidad y experiencia en el Partido Comunista, que contaba con una trayectoria de lucha arraigada en las ligas agrarias del Sumapaz, el Tequendama, Villarrica y Chaparral; por otra parte, una tradición guerrillera y militar persistente y, por último, la necesaria y natural vocación colectiva y asociativa del trabajo colonizador.
Construcción del trabajo comunitario
El trabajo organizativo se basó fundamentalmente en la promoción y el impulso de asociaciones de colonos, de juntas de acción comunal y de sindicatos de pequeños agricultores. Este tipo de actividad tuvo una fuerte incidencia en las comunidades, y de manera progresiva las organizaciones ganaron el respaldo social y político, ampliaron su cobertura geográfica y establecieron un trabajo coordinado interveredal, intermunicipal e interregional. Desde sus inicios, se constituyeron en autoridad política local y suplieron el vacío institucional del Estado.
Los campesinos encontraron en estas organizaciones un espacio para resolver sus problemas socioeconómicos y sus conflictos interpersonales, y también para construir conjuntamente sus propuestas de desarrollo, de medioambiente y de paz. Desde sus inicios se constituyeron en instituciones legitimadas para ejercer los controles en nombre de la comunidad, la representación frente a las autoridades locales y regionales y la defensa de los derechos de los campesinos; estos las vieron como organizaciones que sabían representarlos, dimensionar su problemática y asumir la vocería para argumentar y luchar por sus derechos y presentar sus propuestas ante las autoridades estatales del orden local, regional y nacional.
Según el Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep), actualmente las juntas de acción comunal se constituyen en la unidad básica de coordinación de los pobladores rurales, así: (i) regulan aspectos básicos de convivencia; (ii) recaudan impuestos; (iii) proporcionan bienes públicos; (iv) salvaguardan la fe pública y, por esa vía, (v) generan la certidumbre que permiten las transacciones comerciales y fomentan el mercado de tierras.
Para consolidar su trabajo e involucrar de manera más decidida a las comunidades campesinas en la lucha por su territorio, su identidad y su reconocimiento; resolver sus problemas socioeconómicos; superar el conflicto armado; sustituir la hoja de coca, e integrarse políticamente, las organizaciones han implementado, en términos generales, dos tipos de estrategias político-organizativas que les han permitido, por un lado, consolidarse internamente, y por otro, lograr que sus convocatorias a las asambleas y acciones colectivas sean acogidas por las comunidades.
Con respecto a su consolidación, han impulsado, por una parte, una reflexión comunitaria cotidiana sobre los problemas más relevantes de la región. En términos del sociólogo jamaiquino Stuart Hall, esta estrategia ha sido un proceso permanente de construcción discursiva de identificación, en el cual las organizaciones campesinas recuerdan su origen colectivo común, establecen de manera negociada los mecanismos para enfrentar sus problemas más inmediatos y diseñan colectivamente sus agendas políticas y organizativas. Por otra parte, permanentemente cuestionan al Estado colombiano y le exigen mayor intervención social y menos coerción.
Papel actual de las organizaciones sociales
En lo que se refiere a las estrategias orientadas a lograr el respaldo del conjunto de la comunidad, las organizaciones han dinamizado acciones colectivas encaminadas a consolidar las veredas y los municipios por la vía de la confrontación y las demandas al Estado.

Dicha estrategia es fundamental para interpretar las protestas y movilizaciones que han tenido lugar en el área. Datos del Cinep muestran que entre 1984 y 1987 los colonos se movilizaron para pedir el reconocimiento legal de sus posesiones; la asignación de créditos y apoyos agrícolas; la construcción de una carretera; la desmilitarización de la reserva, y para protestar por el asesinato de los líderes de la Unión Patriótica.
Una década después, las marchas campesinas en el Ariari –en 1995 y 1996– y el bloqueo de vías de comunicación fueron contra la corrupción administrativa, el desequilibrio en las inversiones sociales en los municipios y la exigencia de que el Gobierno cumpliera sus compromisos de construir escuelas, puentes y vías, además de otorgar incentivos agrícolas.
En 2010, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud) indicó que entre 1997 y 2000 se registró un fuerte nivel de protesta social contra la violencia, el conflicto armado, la violación de los derechos humanos y las infracciones al Derecho Internacional Humanitario. Así mismo hubo un importante número de encuentros, foros y seminarios, la mayoría relacionados con la búsqueda de alternativas para la paz y de procesos de negociación. Esta estrategia de impulso de acciones colectivas ha estado acompañada del establecimiento de alianzas con otras organizaciones nacionales e internacionales.
El pnud y el Cinep dicen que en La Macarena existen importantes procesos organizativos y de articulación, como la Mesa Humanitaria del Meta, la Corporación de Desarrollo para la Paz del Piedemonte Oriental (Cordepaz) –que es el Programa de Desarrollo y Paz (pdp) del departamento–, la Coordinación Mesa Meta-Llanos y el Consejo Regional de Empleo; las organizaciones de mujeres, como la Asociación el Meta con Mirada de Mujer y las Mujeres Constructoras de Paz. Además se conformó la Corporación por la Defensa Ambiental y el Desarrollo Sostenible en el Área de Manejo Especial de La Macarena (amem), Corpoamem, que es una organización social en la cual se encuentra la mayoría de las asociaciones campesinas del área. En abril de 2013, cuando se constituyeron, las organizaciones campesinas representaban a 460 juntas de acción comunal del territorio.
Aunque algunos estudios recientes mencionan los significativos procesos organizativos presentes en esta región, plantean que existen factores más allá del conflicto armado que afectan profundamente las capacidades de las comunidades para actuar colectivamente de manera sostenida. Una de ellas, y quizá la más crítica, tiene que ver con las precarias condiciones de la población rural, que no encuentra oportunidades productivas distintas a la hoja de coca.
En este sentido, se requiere con urgencia una intervención del Estado que contribuya a viabilizar las economías campesinas hasta donde se haya corrido la frontera agrícola y ganadera, detener la avanzada colonizadora e involucrar a los habitantes de las zonas protegidas en las estrategias de conservación ambiental. Esto implica solucionar algunos de los problemas básicos, tales como la informalidad de la tenencia de la tierra; la carencia de interconexión eléctrica y el limitado servicio que se presta; la precaria interconexión vial terrestre, y el alto costo del transporte aéreo.
Se requiere con urgencia una intervención del Estado que contribuya a viabilizar las economías campesinas hasta donde se haya corrido la frontera agrícola y ganadera, detener la avanzada colonizadora e involucrar a los habitantes de las zonas protegidas en las estrategias de conservación ambiental.
De igual manera, es perentorio que el Estado supere el discurso institucional de desprecio, señalamiento y estigmatización hacia las comunidades campesinas, e implemente políticas públicas que les permitan a los actores sociales y territoriales proyectar su futuro y compatibilizar sus intereses y expectativas locales y regionales con el interés nacional. Una hoja de ruta para ello es implementar integralmente el Acuerdo Final de Paz, contando con las comunidades y sus organizaciones sociales. Esta es la condición sine qua non para la construcción de una paz estable y duradera.
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Un precario sistema de salud
Salud rural Atención primaria en salud Medicina tradicional Creado por Román Vega Romero, médico cirujano, Universidad Nacional de Colombia (UNAL). Integrante de la Red SaludPaz.
El municipio de La Macarena forma parte del Área de Manejo Especial de La Macarena (AMEM), región de ordenamiento territorial y ambiental que incluye 16 municipios del Meta y 3 del Guaviare, creado mediante el Decreto Ley 1989 de 1989 para regular las actividades humanas que pudieran afectar la estructura ecológica del territorio.
Aunque tiene una extensión de alrededor de 1.123.100 hectáreas, para actividades agropecuarias solo pueden ser adjudicadas 758.935 ha, el resto corresponde a zonas de reserva forestal, de las que forman parte parques nacionales y distritos integrados como los de la Serranía de La Macarena, el Parque Nacional Tinigüa y el de la Cordillera de los Picachos.
Una parte de la zona afronta la creciente presión interna y externa de la ganadería extensiva, los cultivos de coca, la producción de palma aceitera y la exploración y explotación petrolera y minera, lo cual ha incentivado la deforestación que el Gobierno ha querido frenar mediante la militarización del territorio, a través de la Operación Artemisa.
También ha sido objeto de un litigio fronterizo entre Meta, Guaviare y Caquetá, y de la creación de áreas de parques, reserva forestal y distritos integrados, posteriores al asentamiento de la población campesina e indígena.
Todo lo anterior, junto a la racionalidad neoliberal del Sistema General de Seguridad Social en Salud (sgsss) y de otras políticas públicas y sociales, ha dificultado definir y materializar las responsabilidades del Estado con respecto a la organización y el funcionamiento del sistema local de salud, el saneamiento básico, la soberanía y seguridad alimentaria, los servicios públicos, la construcción de obras, la ejecución de proyectos comunitarios y, en general, garantizar medios eficaces para el buen vivir de las comunidades, expresables en el mejoramiento económico, social y cultural del territorio en condiciones de preservación y conservación de la naturaleza.
En ese sentido, el municipio de La Macarena padece hoy uno de los estados de cosas inconstitucional en salud más típico de la ruralidad colombiana.
Situación de salud se agrava por condiciones sociales
El estado de salud es percibido como precario, siendo predominantes las enfermedades infecciosas y crónicas, la malnutrición, los problemas de violencia intrafamiliar y de género y los homicidios.
Las personas utilizan muy poco los servicios del sistema de salud occidental, y por el contrario acuden con frecuencia a los remedios caseros o a la automedicación. Ello debido especialmente a las barreras geográficas, de transporte, económicas y administrativas para acceder a la atención médica –a pesar de que la mayoría están afiliadas al sgsss– y al debilitamiento de la medicina tradicional de las comunidades ancestrales y campesinas.
La falla en garantizar el goce efectivo del derecho a la salud en un marco de interculturalidad se debe en especial a la insuficiencia de recursos y a la inadecuada planeación de las actividades por parte tanto de la Gobernación como de la Alcaldía, a la falta de regulación adecuada de los contratos de prestación de servicios entre aseguradores y prestadores por parte de la nación, y en general al modelo de mercado privatizado del sgsss, en el cual las aseguradoras y los prestadores privados y públicos de servicios no encuentran rentable ni sostenible invertir en esos territorios rurales.
El estado de salud se agrava porque las condiciones de vida de las comunidades se caracterizan por sus muy bajos niveles de acceso a la educación básica y a la formación técnica y superior; por la escasa cobertura de los servicios de alcantarillado, recolección y eliminación de basuras y, paradójicamente, por el deficiente acceso al agua potable en un territorio con una gran riqueza hídrica.
A pesar de que la actividad productiva de la mayor parte de la población está basada en una economía campesina de subsistencia, el trabajo y el empleo carecen de adecuada protección frente a los riesgos relacionados con accidentes de trabajo y enfermedades laborales.
“Salud sin fronteras”, una propuesta
Para resistir la violencia y el desplazamiento, construir condiciones de vida digna y defender el derecho al territorio, cerca de 10.000 de las 12.000 familias que habitan la región han conformado asociaciones campesinas, 8.000 de las cuales están en territorio de la Asociación Campesina Ambiental Losada–Guayabero (Ascal-g), donde se desarrolla con más intensidad el actual conflicto socioambiental. Junto a ellas, también trabajan organizaciones de mujeres, cabildos y parcialidades indígenas, y excombatientes emplazados en el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación Urías Rendón.
Como alternativa a la expulsión de los parques, zonas de reserva forestal y distritos integrados, desde 2011 impulsan la construcción de la Zona de Reserva Campesina de Losada Guayabero y otras iniciativas de producción campesina ambientalmente sustentables.
Igualmente, con el apoyo de profesores y estudiantes de las universidades Nacional de Colombia (unal), Javeriana y de La Salle, le han propuesto al Gobierno incluir el Plan Comunitario de Salud Rural “Salud Sin Fronteras” en el Plan Nacional de Salud Rural y en el Plan de Desarrollo del municipio.
La iniciativa tiene como objetivos la construcción de un sistema local y estatal de salud de acceso universal; la territorialización de la salud según las tradiciones organizativas, socioeconómicas y culturales comunitarias; la implementación de un modelo de atención basado en la Atención Primaria en Salud; el rescate, la restauración y la protección de los saberes y prácticas ancestrales y de la naturaleza; y la participación comunitaria basada en la autonomía y la autogestión.
Para buscar una salida al escalamiento y la acentuación del conflicto con la reciente arremetida militar, le presentaron al Gobierno una amplia agenda para la solución de los conflictos socioambientales derivados del uso y manejo de las áreas protegidas y otras figuras de protección ambiental derivadas de la Ley 2ª y del Decreto Ley 1989 de 1989. Junto a esta agenda, desarrollaron una amplia actividad de participación en la formulación del Plan de Desarrollo de su municipio y en el diseño del Plan Territorial de Salud que forma parte de este.
El establecimiento de reglas de juego y programática entre las organizaciones comunitarias y el Gobierno, para negociar la agenda ambiental, solo se pudo iniciar después de una amplia protesta y movilización campesina que obligó a este a presentarse con un abanico institucional en la inspección de San Juan de Losada –en límites entre Meta y Caquetá–, a mediados de marzo del presente año.
Ante el despliegue de medidas oficiales de aislamiento social por el diagnóstico del primer caso de covid-19 (el 6 de marzo) en el territorio nacional, el 21 de marzo las organizaciones campesinas, en ausencia de efectiva protección en salud para su población, levantaron la fuerte movilización que había bloqueado vías estratégicas de acceso a la región, logrando que el difícil diálogo con el Gobierno les permitiera alcanzar un acuerdo para la solución del conflicto ambiental, de acceso a la tierra, y por condiciones para la vida digna y en coexistencia armoniosa con la naturaleza en el territorio.
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Cuando la paz no es sinónimo de tranquilidad, sino de miedo
Violencia intracomunitaria Justicia Transicional Justicia local Conflicto armado Creado por Keren Xiomara Marín González, magíster en Antropología. Universidad de Antioquia

A 40 km de la cabecera municipal de La Macarena se encuentra El Diamante, un pequeño poblado de casas bajas por donde suelen transitar camiones cargados de mercancía con destino a San Vicente del Caguán. En esta tierra árida, cuatro generaciones han experimentado los avatares de la guerra y sus consecuencias. Sin embargo, la firma del Acuerdo Final de Paz entre el Estado colombiano y las farc no ha supuesto para estas comunidades el fin de la violencia ni la posibilidad de imaginar el futuro más allá de un orden armado que les regule, pues en el imaginario colectivo “la paz no es sinónimo de tranquilidad o de esperanza, sino de miedo”.
Para comprender esta persistencia del pasado violento en el ethos comunitario, en mis investigaciones “Construcción de paz en escenarios de violencia intracomunitaria: estudio de caso Sierra de La Macarena” y “En la paz siento miedo: violencia política y experiencia moral tras el fin de la guerra” exploro, mediante una aproximación etnográfica realizada entre 2013 y 2018, las implicaciones simbólicas, culturales y subjetivas de la violencia política en la vida social de las comunidades de la Sierra de La Macarena. Como punto de partida, estos análisis exploran el fenómeno a partir de dos dinámicas interrelacionadas: la historia regional y la vida cotidiana.
En el primer aspecto, la mirada se centra en la construcción social de la región y su proceso de poblamiento. La Sierra de La Macarena, que desde mediados del siglo xx fuera refugio para miles de familias campesinas que huían de la violencia bipartidista, hacia 1965 se transformó en uno de los epicentros del conflicto social y armado en el país, pues durante este periodo el Gobierno nacional inició operativos militares en regiones consideradas como “repúblicas independientes”, entre ellas El Pato y Guayabero. Tal iniciativa tuvo como respuesta la fundación en 1964 de las farc, a orillas del río Duda.
Desde entonces la institucionalidad desplegó numerosas estrategias militares y contrainsurgentes como la Guerra Integral (1990-1994), la lucha antinarcóticos (1994-1998), el Plan Colombia (1999-2016), la Política de Defensa y Seguridad Democrática (2002-2010), el Plan Patriota (2003-2006) y el Plan Nacional de Consolidación Territorial (2007-2016), entre otras.
Este territorio también ha sido escenario de distintos procesos de paz: en la década de 1980, el municipio de La Uribe se transformó en sede de los diálogos entre las farc y el Gobierno de Belisario Betancur (1982-1986), y a finales de los noventa formó parte de la zona de despeje en el marco de los diálogos de paz con Andrés Pastrana (1998-2002).
Crear un ecosistema social
Tanto los antecedentes históricos como el desarrollo que la guerra ha tenido allí implicaron que las comunidades adecuaran la violencia a su cotidianidad. En este sentido, más que un acto disruptivo, la violencia representó para la gente de la región un fenómeno existencial que influyó tanto en los marcos cognitivos, emocionales e identitarios de los sujetos, como en sus sentidos y prácticas morales.
Ejemplo de ello fue el uso del poder armado por parte de los civiles para tramitar conflictos privados como celos, envidias o venganzas, situación que generó escenarios de “victimización horizontal”, es decir espacios en los cuales el entorno social se caracteriza por el tránsito continuo de los sujetos entre los roles de víctima, perpetrador, testigo y sobreviviente, pues los civiles dejan de ser “actores pasivos” sobre quienes recae la violencia, para transformarse en “actores no pasivos” capaces de conducir de manera indirecta el poder que ejercen los grupos armados.
Al respecto Casimiro Puerta, fundador de El Diamante y líder comunitario, cuenta que debió pagar tres años de cárcel cuando gente de su comunidad lo acusó falsamente de ser colaborador de la guerrilla. Quienes lo acusaron lo hicieron para acceder –mediante el Programa de Atención Humanitaria al Desmovilizado– a beneficios como salud y educación, derechos que en la Sierra de La Macarena son considerados como privilegios. Estas situaciones suponen un quiebre en la confianza y la solidaridad entre las comunidades, pues, como señala el historiador Francisco Ortega, docente de la Universidad Nacional de Colombia (unal), “la violencia sustrae herramientas a la comunidad para que sus miembros habiten juntos en el mundo”.
Ante eso, uno de los mayores retos que afrontan la sociedad civil y la institucionalidad en las regiones es la comprensión y el trámite de las consecuencias y los impactos de la violencia política local, pues ¿cómo reconstruir el sentido de vivir en comunidad, cómo reparar los daños morales y éticos? En palabras del académico Robert Ricigliano, director del Instituto de Asuntos Mundiales de la Universidad de Wisconsin (Estados Unidos), “una de las posibles estrategias es crear un ecosistema social que respalde la paz, es decir una comunidad política capaz de comprender las realidades sociales fuera de los parámetros de la violencia”.
Articular la justicia transicional con las prácticas jurídicas locales
Contrario a la perspectiva tradicional de la justicia transicional, que considera a los grupos armados como los victimarios potenciales y a los civiles como las posibles víctimas, en contextos de victimización horizontal no es posible definir moral y cognitivamente cada uno de estos roles, pues los individuos pueden llegar a ser víctimas y victimarios a la vez.
En ese sentido, la justicia transicional también debe buscar la reconciliación y el perdón intracomunitario, pues su objetivo será procurar que los lazos de confianza se reconstruyan y transformar aquellos valores y prácticas morales que validan la violencia como una herramienta aceptable de mediación social.
Una opción es articular las prácticas jurídicas comunitarias y los espacios políticos de este territorio –como las juntas de acción comunal, los comités de conciliación o las organizaciones campesinas– al tratamiento de la victimización horizontal. Dichas organizaciones han permitido la construcción de una política regional y el afianzamiento de la identidad campesina que reconoce la vida comunitaria como su principal característica. Esta articulación permitiría observar y comprender estos escenarios a una escala adecuada y así aumentar las posibilidades de resolver los conflictos locales.
Así mismo, este ejercicio debe considerar los entramados simbólicos y vivenciales de la violencia y reconocer las maneras en que este fenómeno estructuró el orden fenomenológico del mundo, es decir, las formas de vinculación social, los referentes morales y las identidades colectivas e individuales.
Para el antropólogo de la UNAL Alejandro Castillejo, “tal forma de aproximación, al centrarse en las experiencias cotidianas de colectividades e individuos, nos permite abordar la violencia como un texto y una experiencia social, y entender a través de sus manifestaciones concretas las redes de significados y sentidos que esta produjo”.
En suma, la paz requiere más que la ausencia de guerra. Para las comunidades de la Sierra de La Macarena implica la posibilidad de re-imaginar las relaciones sociales y aceptar moral y cognitivamente la manera en que las secuelas de la violencia han permeado a la sociedad. Este reconocimiento implica admitir que el bienestar de nuestra descendencia está directamente ligado al bienestar de la descendencia de nuestro enemigo, postura que supone reconstruir las relaciones de proximidad y cercanía destruidas por la guerra, e ir elaborando procesos de duelo y reconciliación.
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Marginalidad y crisis en el desarrollo rural de La Macarena
Especial de La Macarena Creado por Nicolás Alexander Pérez ForeroGeógrafo y estudiante de la Maestría en Medio Ambiente y Desarrollo, Universidad Nacional de Colombia (UNAL)

Incluso lo más preocupante es la bonanza de una economía ilícita, que evoca un llamado de acción pública contra la criminalidad organizada, o directamente contra el narcotráfico.
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Esta marginalidad y los fallidos proyectos de desarrollo rural común a los contextos locales donde se cultiva coca apenas son reconocidos en políticas y programas estatales, en los que el municipio de La Macarena (Meta) se vuelve un ejemplo paradigmático de esta situación.

Según la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA), que investiga y promueve los derechos humanos en las Américas, la coca se ha fortalecido como el cultivo más extendido en el territorio colombiano; los campesinos que la siembran son el primer eslabón en la cadena productiva de la cocaína como economía ilícita, el mismo que se ha adaptado forzadamente a las condiciones geográficas, económicas y sociales de su territorio.
Los cinco departamentos más densamente cultivados –Nariño, Cauca, Putumayo Norte de Santander y Antioquia– tienen una cobertura de salud por debajo del 25 % mientras la educación media no alcanza el 50 % (figura 1), dos indicadores básicos de desarrollo humano que evidencian su déficit.

¿Cómo entender la crisis del desarrollo rural?
En La Macarena la desarticulación a los mercados regionales, los altos costos de vida y la estigmatización a campesinos como aliados de la guerrilla han configurado un desarrollo rural fallido, en el que la colonización ha sido la tendencia (Molano, 1989) [1]. En efecto, a finales del siglo XX en este municipio eran cultivos promisorios el plátano, la yuca y el maíz, este último con más de 5.000 toneladas cosechadas, cuando el Estado, a través del desaparecido Instituto de Mercadeo Agropecuario (Idema), garantizó un mercado estable para los campesinos. Hoy el cultivo de estos tres alimentos es especialmente para consumo propio, y de han dado varios procesos para que el sector rural de La Macarena y otras regiones marginales del país estén en crisis.
Puedes escuchar: Humedal El Burro, fraccionado por la construcción.
Primero, los márgenes del territorio nacional –en esencia rurales– han recibido de forma diferencial la implementación de diversas políticas para el campo. Con el modelo de agricultura industrial, la transferencia tecnológica creció de manera asimétrica: algunos agricultores asimilaron todo el modelo, mientras otros, en especial los campesinos, apenas introdujeron algún tipo de mecanización [2].
Segundo, desechado el modelo de industrialización por sustitución de importaciones (definido como el modelo Cepalino), en los años setenta se introdujo el modelo neoliberal fundamentado en el libre mercado, que profundizaría el deterioro del campo con la reducción de aranceles para la importación de productos agrícolas, todo lo cual sucedió en seis intentos fallidos de reglamentación agraria para el país en el siglo XX [3].
[2] León, T. (2007). Medio ambiente, tecnología y modelos de agricultura en Colombia (p. 248). Bogotá: Ecoe Ediciones.
[3] Pérez, E. y Farah, M. (2002). Los modelos de desarrollo y el desarrollo rural en América Latina. II Congreso Mundial: El desarrollo rural en el actual marco de la globalización. 1–19.

Por su puesto estos vacíos en desarrollo rural en áreas marginales del territorio nacional explican en cierta medida la persistencia de cultivos ilícitos como escape a la depresión económica y social. La importancia físico-biótica de La Macarena y de otras áreas del país en las que persisten los cultivos de coca avizora una redefinición del desarrollo rural después de la firma en 2016 del Acuerdo de Paz entre las FARC y el Estado colombiano.
La preocupación ambiental con epicentro en el mundo urbano ha marcado una pauta en la transformación territorial del campo, donde existe una urgencia por proteger los “servicios ecosistémicos” que soportan el actual sistema económico, cuyos planes para enfrentar su degradación ambiental se centran, en parte, en los campesinos e indígenas.
La deforestación y la coca
En la confluencia Guayabero - Bajo Losada (CGBL) de este municipio, donde comparten frontera los Parques Nacionales Naturales Tinigua y Sierra de La Macarena, se ha evidenciado que durante el periodo 1985-2018 la reducción de la selva húmeda tropical ha sido a expensas del incremento de pastizales para ganadería.
Este tipo de perturbaciones (pastos) en esta área registra una magnitud de 8 hectáreas en promedio para 2018 (figura 2), que contrasta con el área de los lotes de coca, que en promedio son de 1 hectárea en Meta y Guaviare (UNODC-SIMCI, 2019). Así, es preciso mencionar que los vínculos entre el acelerado proceso de deforestación en esta región y toda la Amazonia dista de tener como causa principal el cultivo de coca.

Investigaciones exhaustivas sobre la deforestación en Sudamérica plantean que la infraestructura vial es el principal motor de la deforestación en la Amazonia occidental, seguido de la ganadería y el desplazamiento de comunidades asociado con el conflicto armado [4]. La marginalidad –entendida como una crisis del desarrollo rural en las condiciones socioeconómicas y de aislamiento geográfico– se convierte en una problemática de igual magnitud que la lucha contra las drogas, localizada en áreas de importancia ecológica y cultural del país como sus áreas protegidas.
Puedes leer: Los dilemas de las tierras en los Parques Nacionales Naturales.
Erradicación y sustitución de cultivos
En Colombia se han implementado varios mecanismos en contra de la droga, como el énfasis del Estado por acabar la oferta y producción de hoja de coca, interpretación poco profunda frente a un contexto global en el que la demanda de cocaína es constante y se paga a cualquier precio.
En el país se pueden identificar dos formas de acción concretas: erradicación por vía manual o fumigación aérea (método no selectivo), y desarrollo alternativo (figura 3). El Plan Colombia durante el gobierno de Andrés Pastrana, y Colombia Verde en el de Álvaro Uribe, concentraron los esfuerzos en la fumigación con glifosato y la erradicación forzada, cuya implementación en el territorio se convirtió en un pulso militar entre la guerrilla y el Gobierno.
En el marco del posacuerdo de paz se planteó que el problema de las drogas (punto 4 del Acuerdo) debía ser resuelto mediante el Plan Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS). Sin embargo, con el Gobierno de Iván Duque los homicidios de líderes sociales en los municipios donde se implementa este Plan se triplicaron en 2018 con respecto a municipios sin PNIS (FIP, 2018).
[4] Dávalos, L. M., Sanchez, K. M. y Armenteras, D. (November, 2016). Deforestation and Coca Cultivation Rooted in Twentieth-Century Development Projects. BioScience, 66(11), 974-982. https://doi.org/10.1093/biosci/biw118

La región de La Macarena se dispone como escenario de varios procesos territoriales que evidencian lo rural en su condición marginal. Esto quiere decir que si bien el aislamiento geográfico, la precariedad en sus condiciones socioeconómicas y el auge de la ilegalidad aparecen de primera mano, en ella recaen diversos dispositivos físicos y discursivos que camuflan su condición. Convertir los cultivos ilícitos y la presencia guerrillera en su única definición, casi mediática, termina haciendo invisibles sus procesos y realidades.
Referencias
Dávalos, L. M., Sanchez, K. M. y Armenteras, D. (Novembrer, 2016). Deforestation and Coca Cultivation Rooted in Twentieth-Century Development Projects. BioScience, 66(11), 974-982. doi.org/10.1093/biosci/biw118
FIP. (2018). ¿En qué va la sustitución de cultivos ilícitos? Desafíos, dilemas actuales y la urgencia de un consenso. Bogotá D. C.
León, T. (2008). Medio ambiente, tecnología y modelos de agricultura en Colombia (p.248). Bogotá: Eco Ediciones.
Molano, A. (1989). Aproximación al proceso de colonización de la región del Ariari-Güejar-Guayabero. La Macarena, reserva biológica de la humanidad (pp.281-304). Recuperado de scholar.google.com/scholar
Pérez, E. y Farah, M. (2002). Los modelos de desarrollo y el desarrollo rural en América Latina. II Congreso Mundial: El desarrollo rural en el actual marco de la globalización., 1-19.
Puentes Casas, E. (2003). Políticas ambientales de conservación y conflictos en áreas protegidas, 655.
UNODC. (2017). Monitoreo de territorios afectados por cultivos ilícitos 2017. Bogotá D.C.
UNODC-SIMCI. (2019). Monitoreo de territorios afectados por cultivos ilícitos 2018. Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC).
WOLA. (2009). La aspersión de cultivos de uso ilícito en Colombia. Una estrategia fallida. Bogotá D.C.

Incendios en la Macarena, Tinigua y otras partes de Colombia
Más Información:
